Siempre la misma historia

Siempre la misma historia

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Juan Cruz Balian

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Perro Trope

¿Por qué nos gusta tanto contar y escuchar historias?

¿Por qué nos gusta tanto contar y escuchar historias?

Siempre la misma historia

Entran Frodo, Harry Potter, Luke Skywalker y Odiseo a un bar. El mozo se acerca y les pregunta qué van a tomar. Todos se quedan en silencio hasta que Odiseo responde: una cerveza. Recién entonces el resto, más relajado, dice: ‘para mí lo mismo’.

Es gracioso porque es cierto. Tan cierto como que muchas de las historias que escuchamos, que consumimos, son la misma historia de hace miles de años, remasterizada, adornada y vuelta a sacar en una nueva variante. Excepto, claro, esa película iraní que viste, absolutamente original, que no se parece a nada que hayas visto antes y que muy probablemente fue un terrible embole, aunque reconocerlo te haga parecer menos intelectual.

Digamos entonces que la mayoría de las historias, las grandilocuentes, son siempre la misma. La historia de Odiseo que fue pelear a Troya y tardó una bocha en volver. La historia de Belerofonte que fue a pelear contra la Quimera y también volvió. En realidad, la historia de muchos antes que ellos, pero las de ellos son las más antiguas de las que queda registro en occidente.

A principios del Siglo XX hubo un ruso (porque siempre hay un ruso) llamado
Vladimir Propp (porque siempre se llama ‘Vladimir’) que supo entender y diseccionar estas historias, estableciendo las bases para una morfología del cuento maravilloso; es decir, el cuento folklórico, el cuento popular, el cuento en el sentido propio de la palabra.
El ruso hizo un análisis estructural que ahora no viene al caso, pero entendió que todo personaje cumple una función en una historia y que esas funciones se replican a lo largo de todas las historias. Si tomamos esto, lo reducimos a sus partes más elementales y le agregamos sal, pimienta y algunos FX, obtenemos la fórmula para reventar las taquillas del cine de cualquier barrio. La historia (literal) es más o menos así:

En el momento cero el héroe está en su casa lo más pancho, vive bien o vive mal pero vive en cierto estado de normalidad con el que el lector, también en su sillón, se puede sentir identificado.

De pronto algo ocurre, es expulsado, hay una necesidad que lo obliga a salir de su mundo conocido. Cuando digo una necesidad puede ser una guerra, en el caso de Odiseo, pero también puede ser una guerra como en el caso de Luke Skywalker o incluso puede ser una guerra como en el caso de Frodo. También puede ser que se estén empezando a gestar las condiciones para una guerra, como le pasa a Harry, porque tampoco da mandar a una guerra a un pibe de 11 años.

Y ahí nomás arranca ese héroe al que le empiezan a pasar cosas, ya que atraviesa algo que tiene un nombre muy bonito, que bien podría ser parque de diversiones o película de flojo argumento y no apta para chicos: ‘el umbral de la aventura’.
Ahora el héroe deberá superar una serie de pruebas; enfrentar enemigos como semidiosas hechiceras en el caso de Odiseo, pero también emperadores hechiceros como Luke, o reyes muertos hechiceros como Frodo, o hechiceros hechiceros como Harry. Creo que ya se va entendiendo la idea. Pero eso no es todo.

No hay forma de que el héroe gane si no es con la ayuda de alguien que le da algún objeto mágico o especial. Ese alguien se llama ‘donante’, pero en el DNI capaz figura con el nombre de Circe, Obi-Wan, Galadriel o Dumbledore. Y el objeto bien puede ser una poción, pero también puede ser un sable láser, o la luz de una estrella dentro de un frasco, o una piedra para volver de la muerte.

Ahora, supongamos que el héroe triunfa, porque no puede hacer otra cosa porque para algo es el héroe. ¿Se acaba ahí el asunto? Claro que no. Falta lo más importante: volver a casa, volver al estado de normalidad, pero volver cambiado de modo tal que deba ser reconocido. A Odiseo en el rancho lo reconocen tres veces (por una cicatriz, por su habilidad en el arco y flecha y porque la obstinada de Penélope –aún no convencida– le pide que corra de lugar el lecho que él mismo construyó y que por lo tanto sabe que no se puede correr, dado que está tallado en la base de un árbol bien agarrado a la tierra).  El resto de los héroes que nombramos no necesitan tantos reconocimientos, pero sí volver a la comunidad que los vio irse. Harry vuelve al colegio y forma una familia. Frodo vuelve a la comarca y la tiene que sanear con sus amigos porque se llenó de malandrines (otra de las funciones del héroe para el ruso es la de reparar el daño inicial, ocurrido antes o después de su ausencia). Luke vuelve pero encuentra todo prendido fuego y a la familia muerta (bueno, todo no se puede). De cualquier modo, es recibido en la ‘familia’ de los Jedis. Lo que deben ser esas navidades.

Aunque la estructura no se cumpla al 100%, los elementos están ahí. Como humanidad llevamos milenios escuchando una y otra vez las mismas historias, como hacían los hombres medievales cuando llegaba un juglar, o como cuando íbamos al videoclub de chicos y le insistíamos a papá para que alquile por decimocuarta vez Brigada Explosiva contra los Ninjas. No nos importa tanto la historia, nos importa cómo nos la cuentan. Disfrutamos de los matices, pero por sobre todo disfrutamos de la catarsis. La pregunta inevitable es: ¿por qué?

Bueno, por suerte hay varios tipos que se dedican a estudiar las posibles razones de nuestro hambre por las historias. Uno de ellos es el neurocientífico Paul Zak. Paul venía correteando desde hacía unos años la oxitocina, una molécula producida por nuestro cerebro –más específicamente, por el hipotálamo–. Esta molécula se libera, entre otras situaciones, cuando atravesamos típicas circunstancias de apego social (a.k.a. bonding): cuando estamos rodeados de gente de confianza, cuando sentimos empatía por alguien, cuando nos besamos, cuando tenemos sexo o incluso cuando interactuamos con nuestra mascota (y, asumo, todas las anteriores, que no estamos acá para juzgar).

Cuenta la leyenda (en realidad, cuenta él) que una noche, mientras volaba de vuelta hacia sus pagos en California y miraba Million Dollar Baby, Paul se sintió tan conmovido por la trama de la película que se preguntó si su molécula fetiche no estaba también implicada en la jodita del storytelling. Entonces, junto a sus colaboradores, armó el siguiente experimento. Agarró dos grupos de personas y les sacó sangre antes y después de ver un video. A un grupo le hizo mirar un video en donde un padre contaba la historia de su hijo, quien sufría de un cáncer terminal, mientras este jugaba detrás de él, sin saber que le quedaba poco tiempo de vida (sí, re arriba todo). Al otro grupo le mostró otro video de ellos dos en donde paseaban por un zoológico, pero en el que no se contaba ninguna historia. El resultado fue que el grupo de los que habían sido testigos de la historia del padre y el hijo presentaron niveles de oxitocina mayores que los del otro grupo. Además, el grupo de los que vieron el video que contenía el emotivo relato también presentaba niveles más altos de cortisol, una molécula directamente asociada con el estrés que, en este caso, aumentaba con el nivel de angustia y de atención que los participantes experimentaban.

En otro estudio de 2006, en España, un grupo de investigadores estudió la actividad cerebral de sujetos mientras leían palabras asociadas a diferentes olores (perfume, café, tu hermano adolescente). Parece que no sólo se les encendían las áreas del cerebro esperadas como las del procesamiento del sonido y del lenguaje, sino también las que tienen que ver con el procesamiento de los olores: la corteza olfatoria. Algo parecido encontraron unos franceses más recientemente cuando les hacían leer a los sujetos frases como ‘Juan patea la pelota’ o ‘Pablo agarra la lapicera’. Ante estas oraciones, a los tipos se les activaban regiones cerebrales responsables del procesamiento del movimiento del cuerpo, como la corteza motora (y acá vendría del chiste trillado sobre qué habría pasado si los franceses hubieran hecho el experimento de las oraciones olorosas).

Así, vamos a encontrar varios estudios que apuntan a que nuestro nunca bien ponderado cerebro no asiste a las historias como un simple observador, sino que participa en ellas. Si el personaje con el cual está comprometido mueve una pierna, en nuestro cerebro se activan las zonas motoras responsables de ese movimiento específico. Si el protagonista sodomiza a una pobre chica… bueno.

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No juzguen.

Las historias tienen además una capacidad persuasiva muy grande; son capaces de inducir comportamientos y cambiar modos de pensar. Y nada mejor para imponer reglas de conducta que convencerte de que es una buena idea obedecerlas. Los griegos, que como todo el mundo sabe son el Ron Jeremy del conocimiento, entendieron esto tan pero tan bien que habían hecho obligatoria la asistencia a las representaciones de las tragedias. Aristóteles, en su Poética, sostenía que por este medio el espectador hacía catarsis, es decir, purificaba su alma, a la vez que aprendía valores, modos de vivir en sociedad.

El tema es que cuando algo anda tan bien y durante tanto tiempo, la ciencia empieza a preguntarse si esa característica le otorga algún tipo de ventaja a sus portadores o usuarios. En otras palabras, si tiene alguna ventaja adaptativa. El lingüista y psicólogo evolucionista Steven Pinker, un pichi de Harvard, estudia entre muchas otras cosas este asunto y tiene algunas hipótesis al respecto. Él propone que, cuando nuestros tataratarataunmontónabuelos empezaron a vivir en comunidades y la arquitectura y la historia de la sociedad se  fueron complejizando, el uso del relato habría sido una gran herramienta a la hora de transmitir información sobre hechos y personajes presentes y pasados de la comunidad. Así, podías saber que Aragorn era el hijo de Arathorn, heredero de Isildur, primo segundo de Carla, la morocha que vive en Lothlorien y que sale con Gastón. Bueno, ahora capaz no tanto, porque parece que lo encontró a Gastón apretando con Érica, la sobrina de Raúl que labura en la herrería de los Elfos del Bosque, la que queda a la vuelta de la peluquBUENO SE ENTIENDE.

Pareciera entonces que las historias funcionan como una especie de simulador de vuelo que nos permite entrenarnos para la vida. Tener un punto de referencia o, mejor dicho, muchos puntos de referencia, al momento de llevar adelante relaciones sociales complejas, que es probablemente lo más difícil que nos toca hacer como humanos. ¿Qué progenitor primerizo se resistió a la tentación de levantar a su hijo en brazos por primera vez y decirle ‘Luke, soy tu padre’?

Por eso, el arte de contar historias es tan popular y excede a una cultura específica. Es pasión de multitudes y objeto de estudio para teóricos literarios tanto como para antropólogos o biólogos evolucionistas. Tanto es así que muchas veces nos contamos historias a nosotros mismos: se estima que un ser humano pasa 1/3 de su vida soñando despierto.

Claro que no hay nada divertido que no sepamos arruinar. Los mercanchifles (marketing specialists) de siempre también descubrieron lo permeable que es el cerebro para el storytelling y de inmediato pusieron manos a la obra: capitalizaron esta hermosa cualidad y aumentaron sus ventas introduciendo historias en comerciales, personajes con los que te podés identificar, vinculados siempre a los grandes deseos de la humanidad (el amor, el éxito, el dinero, el placer), tal como aparecen en los clásicos literarios, a fin de que entiendas que, a pesar de su sabor, la felicidad y la Quilmes no son conceptos separables. Pero eso, eso ya sí, es otra historia.